La puerta es una Biblioteca Circulante
Escrito por José Playo - 07/08/09 a las 08:08:34 pm -
Debe ser un día de semana. Lo intuyo porque sabe a rutina rota; debe ser un día de semana. Es media mañana y no estoy en el colegio. Voy caminando por Deán Funes, fascinado por la circulación azarosa y libertina de las cosas afuera de esa escuela en la que todos los días, estacionado detrás de un pupitre, barro con el flequillo una blanquísima hoja Rivadavia.
No sé porqué estamos afuera. Voy con mi madre hacia la Biblioteca Circulante, una casona con dos o tres habitaciones atestadas de libros sobre la calle Deán Funes. Un mundo con pisos de madera y estantes que trepan hasta el techo, una guarida segura donde viven textos uniformados de chaquetas verdes, a la que se accede por una escalera angosta. Huele muy bien. En ese momento yo no sé qué es ese olor. Una fragancia levemente agridulce con chispas rancias y suaves, olor a pegamento viejo, a peditos de geriátrico, a papeles amarillos.
Todavía no sé qué es un libro, pero en los próximos años empezaré a darle batalla a un fantasma académico y excluyente, de piel áspera, a fuerza de mover las páginas amarillas que me aguardan alineadas contra esas paredes.
En la sala principal hay un escritorio presidido por un fichero. Junto al escritorio, un ventanal que da a la calle. Estamos en desnivel y la perspectiva hace que las cabezas de la gente pasen como melones sobre una cinta transportadora del otro lado del vidrio. Es lindo sentarse frente al escritorio mientras el sol incendia las pelusas del aire antes de clavarse como una espada en el piso de madera. Me gusta la mujer que hay detrás del mostrador. En mi cabeza, ella es la guardiana de un portal místico tras el que se esconde la posibilidad de una repetición infinita de mundos fantásticos. Ella y su fichero. Y sus tarjetitas de socios.
Una guía en un bosque desconocido, aterrador, fascinante.
Mi madre me conduce con una mano sobre el hombro. La escalera de ingreso desemboca en un palier mínimo en el que hay una mesita pegada a la pared, un sillón viejo y un cenicero. La calle enmudece cuando los pies pasan el escalón doce. Silencio. El perfume añejo. Los lomos esmeralda con el sol barriéndolos. Los pisos de madera crujiendo bajo nuestro peso.
Saludamos, mi madre deja dos libros frente a la mujer del escritorio. Hablan, comentan cosas. Mi madre está en un cuelgue —lo sé ahora— de novelas de aventuras. Lee una o dos por semana, las devora de noche, le da batalla con ellas a su insomnio, así y sólo así puede soportar el departamento pequeño, la rutina demoledora, sus ganas de apostar por nuevos rumbos. Se está preparando —y no lo sabe todavía— para convertirse en la protagonista de uno de esos libros. En ella habita una contaminación de voluntad ficcional —entenderé con el tiempo— cocida con heroísmo entre miles de páginas.
Tal vez los libros sirvan para algo más que para torcerle el brazo a la adversidad de una vigilia elongada.
—¿Querés probar con alguno? —me pregunta y le hago señas para que nos alejemos del mostrador.
En la otra punta de la sala le digo que sí, que quiero algo que tenga sangre, sexo y fantasmas. Voy condicionado por quince kilos de revistas Nippur y D´Artagnan que hay debajo de mi cama. Sólo sé que quiero algo que me dé placer y que me ponga en la otra punta del mundo que ha construido un escritor ciego cuyos poemas plagados de palabras extrañas me torturan en las clases de lengua.
Sexo, sangre y fantasmas es la anatomía de un padrenuestro que me resguarda, la certeza de no llevarme otra vez a marzo esa materia.
Volvemos al escritorio, yo con las mejillas encendidas, mi madre masticando un chicle de menta. La mujer del fichero me mira, sus pestañas negras parecen un racimo de gotas de alquitrán camuflando una serenidad propia de los que saben cuál es su rol en este mundo. Mi madre traduce con eufemismos:
—Algo sórdido… terrorífico. Literatura fantástica condimentada con toques picarescos —dice.
La mujer que será mi guía para atravesar los pasajes ominosos de una geografía de papel académico sonríe apenas, los labios se desplazan replegándose sutilmente hasta convertirse en una manga carmesí de superficie rugosa que descubre unos dientes blanquísimos. Los surcos de rush que se concatenan para darle forma a su simpatía me hacen sentir bien.
Decido seguirle el perfume de shampoo y mate amargo hasta las habitaciones contiguas. Mi madre se queda en la sala principal, apostando a la posibilidad de repetir el resultado de sus últimas lecturas. La reincidencia para ella en ese momento es el relato de dos pigmeos viejos que sobreviven a una travesía en el desierto. Es su metáfora a medida.
Avanzo preguntándome quién se habrá tomado el trabajo de escribir todo esto que tenemos frente a nuestras narices. En mi cabeza torpe y rocosa, los autores están fundidos en una mano única y permisiva, la antítesis del señor ciego que escribe poemas. En mi cabeza rudimentaria es posible que haya una habitación extra en esa casa donde alguien esté, en ese momento, tipeando marcialmente página tras página otros libros verdes más para llenar los huecos en los estantes.
Todos los volúmenes de la Biblioteca Circulante están forrados con una cubierta oscura que anula la ilustración original. No existen las solapas, las contratapas, las fotos del autor. Un ejército de tapas ciegas al servicio de una guerra absurda, silenciosa, interminable.
La mujer toma algo de un estante y me lo tiende. No sé qué hacer con el libro. No hay fotos, no hay dibujos, no hay indicios de qué es lo que espera agazapado detrás de la primera hoja. Levanto la tapa y leo un nombre y un apellido.
—Es una novela de terror —dice la mujer. Yo no digo nada.
La voz de mi madre se cuela por la puerta. Quiere saber si hay alguna biografía novelada de príncipes rusos. Me quedo solo en la habitación. Repaso los lomos oscuros, seducido por la arquitectura caprichosa de los bloques y sus tamaños. Nombres en letras doradas en la parte superior, un cuadradito de papel con un número en la parte inferior. La cabeza me ruge en un caldo de cálculos inútiles. ¿Cuánto tardaría yo en leer todo esto? ¿Por qué alguien querría leer todo esto?
Vuelvo al escritorio. La mujer está completando algunos datos en un cuaderno de espiral. Me gusta ver sus uñas rojas que parecen cascarudos venenosos ensañados con una lapicera. Sus pulseras tintinean a medida que escribe. La sensualidad con la que se muerde el interior del labio me confirma la sospecha de que voy a volver, independientemente de si consigo o no terminar de leer lo que me llevo.
Ella me mira de pronto, sorprendiéndome:
—¿Querés hacerte socio? Si ese que llevás no te gusta, podemos buscar otros. Acá, si algo sobra, son las opciones… y ya todos sabemos lo difícil que es encontrar un primer libro que nos guste.
Me siento frente a ella y recito mis datos. No me molesta este compromiso que asumimos; yo deberé leer uno por semana, pero si no lo consigo, tengo toda una ciudad para esconderme y perderla.
Volvemos a la calle. Ya no somos los mismos. Deán Funes no es la misma. La pateamos con indiferencia, enceguecidos por la libertad, apretando nuestros libros viejos, los sueños que duermen entre esas páginas y que todavía no sabemos que son nuestros.
Esa noche me abanico los ojos en cámara lenta con la historia de un señor que regresa de un coma y descubre que tiene extraños poderes. Me vence el sueño antes de que pueda hacer volar la hoja número cuarenta.
Gracias a esa mujer cuyo nombre desconozco, tengo (tuve) permiso para mojarme el índice cuarenta veces, por primera vez, sin medir las consecuencias.
¿Volveré algún día a cruzarme con ella? ¿Me animaré a decirle, con voz torpe, resumiendo mal esta misma crónica, que en todas las librerías del mundo deberían replicar su sonrisa?
Hoy, después de tantos viajes, mis ojos fatigados todavía se empecinan en escapar de las rutinas con la misma sed. El colegio ha quedado empantanado en el recuerdo, ahora lo reemplazan otras obligaciones. Pero aquel fichero desvencijado sigue comiéndose mi nombre cada vez, empujándome sin prisa hacia las mañanas hermosas de una Córdoba que, por suerte, sigue ofreciendo a los caminantes una llave para la más hermosa de las puertas.