“En Egipto se llamaban las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma. En efecto, se curaba en ellas de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás”. Jackes Benigne Bossuet.

"Biblioteca Circulante Córdoba. Un milagro que ya pasó el medio siglo." por Reyna Carranza

          Fui socia efectiva de esta Biblioteca desde mis catorce años hasta los treinta. Lo sigo siendo pero en forma honoraria. Al comienzo, también se la conocía como “lo de André”, por André Benarosh, su fundador.
Allí leí todo lo que había leer. Por la tarde yo estudiaba inglés en Iicanna, y para regresar a casa, en barrio General Paz, tomaba el tranvía en la esquina de Tucumán y Colón. No tardé en descubrirla. Desde muy chica tuve un olfato especial para detectar donde había libros. Me hice socia, y hacer escala en lo de André se convirtió para mí en una costumbre, fuera o no a retirar o devolver un libro. Nuestra conversación giraba siempre en torno a la literatura. Él era un gran lector y sabía orientar el gusto de sus socios de acuerdo a la edad y ocupación.
André venía con su propia leyenda a cuestas. Estatura mediana, trigueño, modales educados; es argelino, decían, peleó en el desierto, formó parte de la Legión Extranjera; datos que se mencionaban en voz baja. Nunca faltó quien agregara: A todos esos libros se los compró a una vieja dama con título nobiliario.
Llegó a Córdoba en 1948, procedente de Buenos Aires, Instaló su rinconcito en la librería Assandri, que por aquel tiempo tenía el local en Avenida Colón. Rincón con mostrador que funcionaba bajo el rótulo “Banco del Libro”. Permaneció en Assandri hasta 1953, año en que André se mudó a un local sobre calle Tucumán 149, y lo bautizó Biblioteca Circulante Córdoba.
La modalidad de hacerse socio pagando una cuota mensual, con opción a llevar dos libros por semana, y devolverlos al cabo de diez días, sigue vigente hasta hoy. A mediados de la década del setenta la biblioteca ya se había trasladado al local donde todavía funciona, en calle Deán Funes 315.

Una amiga mía supo contarme que llegó gateando a lo de André. Ella tenía seis años, y los libros para niños estaban casi a ras del piso, razón por lo que andaba a gatas entre las estanterías para encontrar lo que quería leer.
En esos estantes estaban todas las colecciones de lectura infantil que circulaban por aquellos años. Entre otras, la de Constancio C. Vigil y la Robin Hood, además de la colección completa de “Yo Soy”, cuyos libros tenían la forma del título: “Yo soy el zapato”, libro con forma de zapato, “Yo soy el autito”, “Yo soy la casita”...
Desde mis catorce años André fue poniendo en mis manos, entre una infinidad de otros títulos, “María” de Jorge Isaac, “Stella” de César Duayen, y “Tú eres la paz” de Martínez Sierra; después vino “Amalia” de José Mármol, y después fui alternando a Colette con Agatha Christie y Conan Doyle, y Chesterton, y Graham Greene, y de las grandes novelas policiales pasé a los clásicos, y después a Goethe, a Thomas Mann, y ya estaba por cumplir los dieciocho. Y de Alemania me fui a Rusia, y bajé a Francia, y crucé a Inglaterra, recalé en España, di una vuelta por Suecia, enganché de nuevo con Grecia, y pegué el salto y caí en México, para luego trepar al norte donde me enamoré de Poe, de Hemingway, de Faulkner…
Conocí el mundo y al hombre a través de los libros. A lo largo de quince años, incansablemente, leí todo lo que había que leer. Y doy fe que esos libros todavía están ahí en esos estantes, porque ahora es Daniel Radaelli quien se ocupa de mantener el catálogo al día, y conservar en condiciones aquellos que yo leía cuando tenía catorce.  

Daniel Radaelli, bibliotecario que continúa la obra de André, me invitó a participar del acto-homenaje en ocasión de los sesenta años de vida de la Biblioteca Circulante Córdoba.
Más de sesenta años ahora para una biblioteca privada -cuyo único sostén es la módica cuota mensual que pagan sus socios-, por lo que bien se lo puede considerar un auténtico milagro en medio de un mundo que cae rendido a los pies de la imagen en pantalla, a los pies del vértigo de los nuevos soportes tecnológicos. Sin embargo, ese rincón incomparable resiste el embate tras su trinchera de papel y tinta, sin perder jamás la fe ni el convencimiento de que son los libros la columna vertebral de nuestra cultura.